jueves, 4 de septiembre de 2014

Nuestra celda interior....

Nuestros pecados son el lugar privilegiado para el encuentro con Jesús, dijo el Papa en su homilía matutina

(RV).- (Con audio) La fuerza de la vida cristiana está en el encuentro entre nuestros pecados y Cristo que nos salva. Si no se produce este encuentro, las iglesias son decadentes y los cristianos tibios. Lo dijo el Papa Francisco en su homilía de la Misa matutina en la Casa de Santa Marta.

Pedro y Pablo nos hacen comprender que un cristiano se puede jactar de dos cosas: “De sus propios pecados y de Cristo crucificado”. La fuerza transformadora de la Palabra de Dios – explicó el Pontífice – parte de tener conciencia de esto. Y Pablo, en su primera Carta a los Corintios, invita a quien se cree sabio a “volverse necio para llegar a ser docto, porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios”:

“Pablo nos dice que la fuerza de la Palabra de Dios, esa que cambia el corazón, que cambia el mundo, que nos da esperanza, que nos da vida, no está en la sabiduría humana: no está en hablar bien y en decir las cosas con inteligencia humana. No. Eso es necedad, dice él. La fuerza de la Palabra de Dios viene de otra parte. También la fuerza de la Palabra de Dios pasa por el corazón del predicador, y por esto dice a aquellos que predican la Palabra de Dios: ‘Vuélvanse necios, es decir, no pongan su seguridad en su sabiduría, en la sabiduría del mundo”.



El Apóstol Pablo no se vanagloria de sus estudios – “había estudiado con los profesores más importantes de su tiempo” – sino “sólo de dos cosas”:

“Él mismo dice: ‘yo sólo me glorío de mis pecados’. Esto escandaliza. Además, en otro pasaje dice: ‘Yo sólo me glorío en Cristo, este Crucificado. La fuerza de la Palabra de Dios está en aquel encuentro entre mis pecados y la sangre de Cristo, que me salva. Y cuando no existe este encuentro, el corazón no tiene fuerza. Cuando se olvida ese encuentro que hemos tenido en la vida, nos volvemos mundanos, queremos hablar de las cosas de Dios con lenguaje humano, y no sirve: no da vida”.



También Pedro – en el Evangelio de la pesca milagrosa – experimenta el encuentro con Cristo viendo su propio pecado: ve la fuerza de Jesús y se ve a sí mismo. Se inclina a sus pies diciendo: “Señor, aléjate de mí, porque soy un pecador”. En este encuentro entre Cristo y mis pecados está la salvación, dijo el Papa:

“El lugar privilegiado para el encuentro con Jesucristo son los propios pecados. Si un cristiano no es capaz de sentirse precisamente pecador y salvado por la sangre de Cristo, de este Crucificado, es un cristiano a mitad de camino, es un cristiano tibio. Y cuando nosotros encontramos Iglesias decadentes, cuando encontramos parroquias decadentes, instituciones decadentes, seguramente los cristianos que están allí no han encontrado jamás a Jesucristo o se han olvidado de aquel encuentro con Jesucristo. La fuerza de la vida cristiana y la fuerza de la Palabra de Dios está precisamente en aquel momento donde yo, pecador, encuentro a Jesucristo y aquel encuentro da un vuelco a la vida, cambia la vida… Y te da la fuerza para anunciar la salvación a los demás”.



El Papa Francisco invita a hacerse algunas preguntas, dijo también el Papa: “¿Soy capaz de decir al Señor: ‘Soy pecador?’”. No en teoría, ¿sino confesando “el pecado concreto? ¿Y soy capaz de creer que precisamente Él, con su Sangre, me ha salvado del pecado y me ha dado una vida nueva? ¿Tengo confianza en Cristo?”. Y concluyó: “¿De qué cosas puede jactarse un cristiano? De dos cosas: de los propios pecados y de Cristo crucificado”.


Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: "Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia". Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral me han repetido: "Padre, tengo muchos pecados"; y la invitación que he hecho siempre es: "No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo". Cuántas propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa. (S.S. Francisco, 7 de abril de 2013). 





Es fácil coger los peces cuando la palabra de Cristo los ha atraído. Jesús, sentado en la barca de Pedro, atraía a la gente que estaba en la orilla, pero atraía también a los peces que estaban en el agua.

San Francisco de Asís, en alguna ocasión, se puso a predicar en el bosque a cientos y cientos de avecillas, que vinieron ahí, para oírle. La palabra de Cristo atrae a los peces. Él ha dicho en otro lugar que “sus ovejas reconocen su voz” San Juan 10,14.

Así como esos peces son como atraídos por Cristo, así también las ovejas del rebaño de Cristo reconocen, reconocemos, su voz. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que Dios nos hizo de tal manera, que hay en nosotros un hambre que queda satisfecha sólo cuando encontramos a Jesucristo.

Hay en nosotros por creación algo que nos dispone para la redención; estamos creados para ser redimidos, y esta redención que llega por la gracia de Cristo, que es el don del Espíritu Santo, tiene ya su lugar en nosotros.

Estamos hechos para ser santos; estamos pensados para ser santos, y amados para ser santos. Desde el principio de nuestra existencia, nuestro corazón tiene un lugar muy especial que nadie lo podrá ocupar, que no se saciará con nada, que no descansará hasta que encuentre a Jesucristo.

Y por eso, cuando llega Cristo y habla, nosotros, como estos peces o como las ovejitas de su rebaño, sabemos que es Él, y vamos tras de Él; ese lugar es muy importante, ese lugar del corazón.

Ese lugar del corazón ha recibido muchos nombres en la historia de la mística y todos son bellos; se le ha llamado, por ejemplo, cintilla ánime, centella del alma, recámara, celda interior, tálamo, santuario.

Es maravilloso pensar que en nosotros hay un lugar; así “¿Qué templo podréis construirme?” Isaías 66,1, decía Dios por boca del Profeta Isaías; "¿qué templo podréis construirme? ¿O qué lugar para mi descanso?" Todo eso, lo hicieron mis manos” Isaías 66,1-2.

Si tuviéramos que abrirle espacio a Dios en nuestra vida, no habría ni las fuerzas, ni los arquitectos, ni los albañiles que pudieran hacerlo; pero es que Dios, cuando nos hizo, ya dejó el sitio para Él mismo.

Ya que hay un lugar para Él, y ese santuario que hay en nosotros y que está para Él, entonces, puede existir, o vacío, o lleno de su presencia, porque nadie más llegará allá; puede existir, o santificado por Él o profanado, porque Él no ha llegado.

Pero eso tampoco es del todo correcto; no es bueno decir que ese lugar se profana; es más sano, y parece que es más recto, decir que hay un lugar en el corazón que nunca puede ser profanado.

Aunque es verdad que todo nuestro ser es templo del Espíritu Santo, hay algo en nosotros, esa centella del alma, ese tálamo, esa recámara nupcial, que de algún modo no puede ser nunca profanada.

Esto es una verdad muy bella y muy consoladora, especialmente cuando nuestra vida, lamentablemente, ha tenido la visita del pecado, porque llegamos a Dios como pecadores arrepentidos, no como inocentes agradecidos.

A veces sentimos que ya no será posible la inocencia, pero las cosas más bellas de la vida espiritual están para los inocentes; por ejemplo, la gozosa amistad con los Santos y con los Ángeles, es propio de las almas inocentes.

Y a veces uno siente que los pecados de uno le han alejado tanto de Dios y de los espíritus amigos de Dios, que la relación con ellos, para ser buena, hubiera tenido que ser inocente.

Entonces, es muy importante saber que hay algo en el corazón que permanece inocente, hay algo en el corazón que sólo podría ser lleno por Dios, y por consiguiente, hay algo en el alma que no es profanado nunca.

Bueno, ¿significa eso, entonces, que aún en los casos más graves de pecado mortal, y extrememos las cosas, incluso sacrilegios, yo no sé, cosas espantosas, aún en esos casos hay algo bueno? Es eso exactamente lo que estoy diciendo: hay una semilla de bien, hay una Centella por eso lo llamaban cintilla, hay una centella en el alma que permanece buena.

Esa centella la describe Santo Tomás de Aquino de esta manera, dice: “La voluntad humana está hecha de tal modo que sólo puede radicalmente querer el bien; puede equivocarse escogiendo el bien, pero sólo puede, en últimas, querer el bien”.

Bueno, pero el que peca, el que peca está buscando un bien, lo que sucede es que lo busca donde no está. El que peca porque roba, por ejemplo, el que insulta, el que humilla a otro, ¿qué bien está buscando? Está buscando un bien que es la afirmación de su propio ser.

Bueno, ¿y el que reniega de Dios, -Dios nos libre-, el que blasfema, el que se opone y se rebela altanera y groseramente contra Dios, qué bien puede estar buscando? Todavía, ése está buscando un bien.

El bien que está buscando es afirmarse, lo que pasa es que lo busca como no es; el mismo Satanás, en su acto rebelde contra Dios, estaba buscando un bien, estaba buscando ser; sólo que buscaba ser sin ser en Dios; desde luego, esto es absurdo.

De manera que las creaturas racionales, los Santos Ángeles, los Ángeles caídos, y nosotros, sólo podemos radicalmente querer el bien, aunque lo busquemos mal; esta con naturalidad con el bien permanece como un acto bueno, como la posibilidad, digamos mejor, como una potencia hacia el bien, como una posibilidad continua del bien.

Precisamente, una de las realidades más graves, yo no me atrevería a decir la tristeza más grande, pero una de las realidades más grandes de la condenación es, precisamente, que ese acto bueno queda perpetuamente frustrado en la condenación de los Ángeles caídos.

En la condenación de las personas humanas no es que desaparezca ese lugar que Dios hizo para sí, sino que queda eternamente vació, eternamente frustrado; y precisamente, diríamos que en cierto modo, esa es la condenación: un bien frustrado, ya que nos sentimos más seguros en la palabra de Santo Tomás, en que sí existe ese lugar del alma.

Pensemos en lo que eso significa para nosotros. Significa que hay una posibilidad de reconstruir la inocencia, y los bienes que tienen que ver con la inocencia pueden suceder también en nosotros, los pecadores.

Los bienes propios de la inocencia son, por ejemplo, la sencillez, la transparencia, la alegría, la virginidad. Estos bienes, que son propios de la inocencia, pueden suceder en nuestras vidas a partir de ese centro que se llama centella del alma, o que se llama tálamo, o que se llama celda interior, como decía Catalina de Siena.

Ese centro del alma, esa última y definitiva morada, en la expresión de Santa Teresa de Jesús, esa celda interior, es el lugar de Dios en nosotros.



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