lunes, 1 de septiembre de 2014

Emmiéndate


Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
¿Soy culpable de mí mismo?
Necesito abrir los ojos ante mi situación actual y verla con realismo y con esperanza.
 
¿Soy culpable de mí mismo?


Cada decisión deja una huella: en mi vida, en la de los seres cercanos, en otros corazones que no conozco pero que, de modos misteriosos, quedan bajo la influencia de mis actos. 

Con el pasar del tiempo, las decisiones configuran un mosaico. Como enseñaba san Gregorio de Nisa, en cierto sentido somos padres de nosotros mismos a través de nuestros actos. 

¿Qué imagen he trazado en mi alma? ¿Hacia dónde está dirigida mi mirada? ¿Qué busco, qué sueño, qué temo, qué lloro, qué me causa alegría? ¿Hacia dónde oriento el cincel cada vez que plasmo la estatua de mi vida? 

Si los defectos dominan mi corazón, siento pena. Surge entonces la pregunta: ¿soy culpable de mí mismo? ¿Son mis decisiones las que me llevaron a esta situación de apatía, de tibieza, de orgullo, de envidia, de rencores? 

En ocasiones busco la culpa fuera de mí. Incluso tal vez tenga algo de razón: hay personas que me han herido profundamente, que un día llegaron a provocar esa angustia o ese odio que me carcome a todas horas. Pero en otras ocasiones tengo que reconocerlo: la culpa es completamente mía. 

Necesito abrir los ojos ante mi situación actual y verla con realismo y con esperanza. Sobre todo, necesito aprender a leer mi vida desde un corazón que me conoce como nadie: el corazón de Dios. 

A Él puedo preguntarle si soy culpable de mí mismo, si me he dañado tontamente, si he permitido que me ahoguen asuntos insustanciales, si me he encerrado en un pesimismo dañino. 

Luego, desde el diagnóstico del Médico divino, podré abrirme a su gracia para curar mi voluntad, para orientar mis pensamientos a un mundo nuevo y bello, para dar pasos concretos que me permitan perdonar y pedir perdón. 

Será posible, entonces, que esa libertad con la que tantas veces he hecho daño, a otros y a mí mismo, empiece a ser usada para construir una vida nueva, desde la luz del Espíritu Santo y con la meta que embellece todo: amar a Dios y a los hermanos. 

Meditación del Papa Francisco

En el evangelio de san Mateo, en uno de los momentos que Jesús regresa a su pueblo, a Nazaret, y habla en la sinagoga, se pone de relieve el estupor de sus conciudadanos por su sabiduría, y la pregunta que se plantean: "¿No es el hijo del carpintero?". Jesús entra en nuestra historia, viene en medio de nosotros, naciendo de María por obra de Dios, pero con la presencia de san José, el padre legal que lo protege y le enseña también su trabajo. Jesús nace y vive en una familia, en la Sagrada Familia, aprendiendo de san José el oficio de carpintero, en el taller de Nazaret, compartiendo con él el trabajo, la fatiga, la satisfacción y también las dificultades de cada día. 
Esto nos remite a la dignidad y a la importancia del trabajo. El libro del Génesis narra que Dios creó al hombre y a la mujer confiándoles la tarea de llenar la tierra y dominarla, lo que no significa explotarla, sino cultivarla y protegerla, cuidar de ella con el propio trabajo. El trabajo forma parte del plan de amor de Dios; nosotros estamos llamados a cultivar y custodiar todos los bienes de la creación, y de este modo participamos en la obra de la creación. El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona» (S.S. Francisco, 1 de mayo de 2013)

Título: San Pablo y el oficio de la predicacion



¡Es tan sustanciosa siempre la Palabra de Dios! Pero hoy quisiera referirme a la primera lectura, porque se trata de un gran predicador, que es Pablo, hablando precisamente de su manera de predicar, de las condiciones de su predicación.

Le está hablando a la Comunidad de Corinto y les cuenta varias cosas. Entre esas palabras, quiero sacar como cuatro elementos propios de la vida del predicador.

Lo primero, él se presentó, "no con sublime elocuencia, sino conociendo a Cristo y a Cristo Crucificado" 1 Corintios 2,2.

"No con sabiduría humana" 1 Corintios 2,4, sino con conocimiento de Jesucristo, que en cierto modo, es como la contradicción de la sabiduría humana, porque en Cristo Crucificado, lo que encontramos es algo que rebasa nuestras explicaciones, que desafía nuestra inteligencia.

En Cristo Crucificado, compiten el absurdo del odio humano y el absurdo de la misericordia sin límites de Dios. Y entre estos dos absurdos, la mente se abruma y no sabe qué decir. Pues, en ese vacío, en medio de ese absurdo, se manifiesta la poderosa gracia de Dios, y esto es fundamentalmente lo que tiene que contar el predicador.

No se trata de hacer una gran teoría que pueda ser derrotada, o que pueda ser cuestionada por otra gran teoría, como pasa con los filósofos. "Es deber de todo filósofo", -decía alguna vez alguno de ellos-, "tratar de contradecir a todos sus antecesores", porque si no, se queda sin oficio. Un filósofo que no tiene nada nuevo que decir, no es un filósofo.

En cambio, un predicador no viene a decir una teoría para que otro diga otra teoría, sino un predicador viene a contar del amor que rebasa a toda explicación. Ese es un elemento importante.

Segundo: "Me presenté a vosotros débil y temeroso" 1 Corintios 2,3. En otra ocasión, incluso Pablo recuerda que llegó enfermo, que estaba enfermo, físicamente enfermo, y dice que su aspecto no era agradable.

¡Quién sabe qué infección, qué viruela tenía! Este Predicador se encontraba brotado, tenía un aspecto repugnante, demacrado, era un pobre hombre.

Pero esta condición de pobreza, esta condición de absoluta desconfianza de sí mismo, como que fue una experiencia espiritual muy intensa para él, porque hizo que se apoyara solamente y completamente en la gracia que venía a anunciar.

De manera que su propia debilidad, él la convirtió en una gran fortaleza. ¡Qué lejos estamos de esto! Por lo menos, ¡qué lejos estoy yo! Veo, que a mí cualquier cosa que me falle dentro de las expectativas, dentro de los planes, dentro de la salud, inmediatamente como que me va quitando la paz y ya voy sintiendo que no se van a poder hacer las cosas.

Porque uno todavía cuenta demasiado con esos recursos. No quiere decir que uno no tenga que planear, sino que después de hechos los planes y después de tener los conocimientos, aprendamos de una vez que todo lo que falle, es porque Dios quiere abrir una puerta que uno no ha visto.

Aprendamos de una vez, que Dios ve un poquito más allá de lo que ve uno, y que por consiguiente, esas fallas, esos traspiés, esas contradicciones, más que errores nuestros, son oportunidades para que Dios abra el Evangelio de otras maneras a otras personas.

Pablo ya iba en un nivel espiritual supremamente alto, en una madurez en la Cruz de Cristo muy grande. De modo que él no perdió la paz, ni por su enfermedad, ni por su estado de salud, ni por el fracaso que acababa de tener en la predicación en Atenas.

Le acababa de ir muy mal en Atenas predicando. Él no se desanimó por eso, sino que vio en todo ello, una ocasión para que el Evangelio apareciera de una manera distinta. Este es el segundo paso, o el segundo punto.

El tercero, se trata de una manifestación del poder del Espíritu. Este elemento, creo que es importante recordarlo en la Orden Dominicana, porque nosotros gustamos mucho del elemento intelectual y de la claridad. ¡Eso es importante!

Es importante tener nociones precisas y tener razonamientos bien articulados, pero hay que saber que hay una especie de hermoso y poderoso desorden en el Evangelio. Y ese hermoso desorden es el que trae el Espíritu.

El caso típico que siempre me gusta mencionar, es el de Pedro predicando en casa de Cornelio. Pedro estaba echando su rollo grande y bien articulado sobre todo lo que había sucedido: "Sabéis lo que aconteció en Judea, aunque la cosa empezó en Galilea" Hechos de los Apóstoles 10,37.

Comenzó Pedro a echar su rollo por orden, pero el Espíritu Santo le interrumpió, cayó el Espíritu, y eso se volvió allá una especie de congreso de alabanza: se levantaron a proclamar la misericordia de Dios, los unos oraban en lenguas, los otros interpretaban, la gente danzaba. Se convirtió todo en una especie de fiesta, una rumba maravillosa producida por el Espíritu Santo.

Y yo creo que esos momentos de efusión son muy importantes. Para mí, un predicador que no conozca de esos desbordamientos, -que no son desbordamientos de desorden carnal y no llevan al pecado, sino que llevan a la gente a conmoverse infinitamente de gozo, de júbilo por lo que Dios está haciendo-, una persona que no tiene estas experiencias, difícilmente va a poder fiarse solamente de Cristo Crucificado. Por eso necesitamos la manifestación del poder del Espíritu.

Y finalmente, el lugar que le da Pablo a la fe. Toda la predicación está hecha para que la gente se cuelgue, la gente se agarre, se fíe, ¿de qué? No de la sabiduría de los hombres, sino del poder de Dios.

Cuando el predicador termine de hablar, -y esto que se pudiera decir de mí-, cuando uno termine de hablar, la gente debe quedar agarrada, firmemente agarrada de Dios, con una confianza sin límite en que Dios todo lo puede.

Como predicó, por ejemplo, aquel Ángel que le habló a la Virgen. Le dijo: "Para Dios, no hay nada imposible" San Lucas 1,37. El predicador tiene que dejar esa sensación en el corazón, de manera que la fe crezca.

O como le sucedió a Cristo con los discípulos que iban para Emaús. El corazón tiene que quedar caliente, con ganas de adorar, con ganas de misionar, con ganas de consagrarse, con ganas de hacerse matar. Ese es el oficio de la predicación.

Este modo de sabiduría es tan grande, que ya en el Salmo 119 o 118, según la numeración de los Salmos en la Misa-, se presenta el amor a la voluntad de Dios. Este unirse completamente al designio de Dios, se muestra como una cosa más fuerte que lo que pueden dar los ancianos y lo que pueden dar los maestros. Es algo que está por encima de toda palabra humana.

¡Ven, entonces, Señor Jesús! ¡Ven con tu amor y con tu poder! ¡Ven a nosotros! ¡Danos la experiencia tremenda, apasionante, fascinante del Espíritu! ¡Danos la sabiduría que sólo brota de la Cruz!

¡Danos, Señor, esa confianza radical en lo que tú puedes hacer! ¡Danos palabras que dejen a las personas suspendidas, colgadas completamente de tu designio! ¡Danos, Señor, palabras que inflamen los corazones, palabras que los dejen deseosos de amar y convencidos de que son amados!

Así lo suplico, así lo pido, Señor Jesús, en unión con mis hermanos. Porque tú nos has mostrado amor, porque tú llegaste hasta el extremo y porque la memoria de ese amor está con nosotros cada vez que celebramos el Santo Sacrificio.

@fraynelson



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