sábado, 20 de septiembre de 2014

Dios del consuelo

Lectura
2Co 1,3-5
¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo.
Los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo

San Cipriano, obispo y mártir
(Carta 6,1-2: CSEL 3,480-482)
Os saludo, queridos hermanos, y desearía gozar de vuestra presencia, pero la dificultad de entrar en vuestra cárcel no me lo permite. Pues, ¿qué otra cosa más deseada y gozosa pudiera ocurrirme que no fuera unirme a vosotros, para que me abrazarais con aquellas manos que, conservándose puras, inocentes y fieles a la fe del Señor han rechazado los sacrificios sacrílegos? 
¿Qué cosa más agradable y más excelsa que poder besar ahora vuestros labios, que han confesado de manera solemne al Señor, y qué desearía yo con más ardor sino estar en medio de vosotros para ser contemplado con los mismos ojos, que, habiendo despreciado al mundo, han sido dignos de contemplar a Dios? 
Pero como no tengo la posibilidad de participar con mi presencia en esta alegría, os envío esta carta, como representación mía, para que vosotros la leáis y la escuchéis. En ella os felicito, y al mismo tiempo os exhorto a que perseveréis con constancia y fortaleza en la confesión de la gloria del cielo; y, ya que habéis comenzado a recorrer el camino que recorrió el Señor, continuad por vuestra fortaleza espiritual hasta recibir la corona, teniendo como protector y guía al mismo Señor que dijo: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. 
¡Feliz cárcel, dignificada por vuestra presencia! ¡Feliz cárcel, que traslada al cielo a los hombres de Dios! ¡Oh tinieblas más resplandecientes que el mismo sol y más brillantes que la luz de este mundo, donde han sido edificados los templos de Dios y santificados vuestros miembros por la confesión del nombre del Señor! 
Que ahora ninguna otra cosa ocupe vuestro corazón y vuestro espíritu sino los preceptos divinos y los mandamientos celestes, con los que el Espíritu Santo siempre os animaba a soportar los sufrimientos del martirio. Nadie se preocupe ahora de la muerte sino de la inmortalidad, ni del sufrimiento temporal sino de la gloria eterna, ya que está escrito: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles. Y en otro lugar: El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. 
Y también, cuando la sagrada Escritura habla de los tormentos que consagran a los mártires de Dios y los santifican en la prueba, afirma: La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad. Gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente. 
Por tanto, si pensáis que habéis de juzgar y reinar con Cristo Jesús, necesariamente debéis de regocijaros y superar las pruebas de la hora presente en vista del gozo de los bienes futuros. Pues, como sabéis, desde el comienzo del mundo las cosas han sido dispuestas de tal forma que la justicia sufre aquí una lucha con el siglo. Ya desde el mismo comienzo, el justo Abel fue asesinado, y a partir de él siguen el mismo camino los justos, los profetas y los apóstoles. 
El mismo Señor ha sido en sí mismo el ejemplar para todos ellos, enseñando que ninguno puede llegar a su reino sino aquellos que sigan su mismo camino: El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. Y en otro lugar: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. 
También el apóstol Pablo nos dice que todos los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo: Somos hijos de Dios -dice- y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

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