miércoles, 27 de agosto de 2014

Santa Mónica

27/08/14 - Miércoles de la 21ª semana de Tiempo Ordinario. Santa Mónica

 La memoria de santa Mónica despierta en nosotros la importancia de interceder por los demás ante Dios a fin de que alcancen un bien espiritual. Es lo que hizo esta santa africana, que imploró de Dios la conversión de su hijo Agustín y fue escuchada. Ahora bien, Dios no le ahorró las lágrimas ni los sufrimientos.

Encontré hace tiempo este texto de León Bloy en una de sus cartas: “Cuando recibimos una gracia divina hemos de estar persuadidos de que alguien la ha pagado por nosotros”. Forma parte de la teología católica el afirmar que Jesucristo ha pagado por nuestro rescate. Igualmente sabemos que nosotros podemos unirnos a la ofrenda de Jesucristo en bien de nuestros hermanos.

Pensando en santa Mónica nos damos cuenta de muchas cosas. En primer lugar vemos que verdaderamente quería el bien de su hijo. Desde un punto de vista humano podía sentirse satisfecha ya que su hijo había triunfado en la vida. Pero Mónica nunca confundió las cosas. Ningún éxito humano de su hijo, ningún triunfo en esta tierra estaba al nivel del gran bien: conocer a Jesucristo y amarlo. Esto es lo primero que vemos: querer el bien espiritual de los hombres, que es su destino eterno. Sólo quien se preocupa del bien espiritual de las personas las ve en su verdadera dimensión y de forma completa. El hombre ha sido creado para Dios y mientras permanece alejado de Él no puede ser verdaderamente feliz. Amar a alguien significa desearle ese bien. Así amaba santa Mónica a su hijo y así debemos amar nosotros a quienes decimos son nuestros seres queridos.

Mónica eligió sufrir por el bien de su hijo. De alguna manera compendió que engendrar en la fe supone también sufrir en el mundo. San Agustín dirá después que es doblemente hijo de Mónica, ya que ella fue su madre biológica pero también quien lo ayudó a nacer en la fe. Al igual que estamos dispuestos a desgastarnos por ayudar a otros en el plano físico (dedicando horas, apoyando, trabajando por ellos), también existe un desgaste espiritual que es sufrimiento. Esto es difícil de explicar, pero en la experiencia se descubre que el sufrimiento tiene un carácter purificador y obra en bien de los demás.

El Agustín que no conocía a Jesucristo estaba clavado en el corazón de Mónica y ese dolor ella lo volvió útil. Ni lo negó refugiándose en otras compensaciones ni se desentendió de él. Su corazón fue el altar en el que amor y sufrimiento por su hijo se unieron y ella lo ofrecía cada día a Dios con su oración esperando la transformación que finalmente se produjo.

Que santa Mónica nos enseñe a amar así a nuestros seres queridos y nos ayude a permanecer fieles en el camino del sufrimiento si fuera necesario.



Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. 
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas -y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres-, ella dijo: 
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación: 
«¿Dónde estaba?» 
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo: 
«Enterrad aquí a vuestra madre». 
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo: 
«Mira lo que dice». 
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió: 
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis». 
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba. 
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
San Aguntín

Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por intercesión de madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Mt 23,27-32: Sois hijos de los que asesinaron a los profetas.

En aquel tiempo, habló Jesús diciendo:

–¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crímenes.

¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!

 La verdad tiene su camino por esta tierra, pues es verdad que unas verdades ayudan a descubrir otras. Pero también la mentira hace su propio y repugnante camino, pues decir unas mentiras nos obliga a decir luego otras. El camino de la mentira es objeto, en el evangelio de hoy, de dura reprensión por parte de Jesucristo.

La mentira se vuelve forma de vida por los beneficios que trae. Vivir de apariencias, por ejemplo, reporta el beneficio de ser alabado o rodearse de buena fama. Ese bien, aunque sea falso y esté siempre en peligro de derrumbarse, produce una costra de costumbre en el corazón; una costra que no va a quitarse por sí sola, sino que necesita de un acto vigoroso, como el del bisturí. Por eso habla Cristo como habla.

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