domingo, 3 de agosto de 2014

Orar




Hermosa obligación del hombre: orar y amar

San Juan María Vianney, presbítero
De una catequesis (A. Monnin, Esprit du Curé d´Ars, París 1899, pp. 87-89)
Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro. 
El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo. 
La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión. 
Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada. 
Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol. 
Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto. 
Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros. 
Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti..». Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al 
Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy ññññññññññññpppl puro.

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CATEQUESIS SOBRE EL MILAGRO DE LOS PANES Y LOS PECES

Papa Francisco: «Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio»


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

este domingo, el Evangelio nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes y los pescados (Mt 14,13-21). Jesús lo realizó a lo largo del Mar de Galilea, en un lugar aislado donde se había retirado con sus discípulos después de enterarse de la muerte de Juan el Bautista. Pero, muchas personas los siguieron y los alcanzaron; y Jesús, al verlos, sintió compasión y curó a los enfermos hasta la noche. Entonces los discípulos, preocupados por la hora tardía, le sugirieron despedir a la muchedumbre para que ella pudiese ir a las ciudades a comprarse lo necesario para comer. Pero Jesús, tranquilamente, les respondió: «Denles de comer ustedes mismos» (Mt 14,16); y haciéndose traer cinco panes y dos pescados, los bendijo, y comenzó a partirlos y darlos a los discípulos, quienes los distribuían a la gente. Todos comieron hasta saciarse e incluso, ¡sobró!

En este hecho podemos captar tres mensajes. El primero es la compasión. Frente a la multitud que lo busca y - por así decirlo – “no lo deja en paz”, Jesús no reacciona con irritación. No dice “esta gente me da fastidio”. No, no. Reacciona con un sentimiento de compasión, porque sabe que no lo buscan por curiosidad, sino por necesidad. Pero estemos atentos: compasión, lo que siente Jesús, no es simplemente sentir piedad. ¡Es más! Significa “padecer con”, es decir, compenetrarse en el sufrimiento del otro, al punto de tomarlo sobre sí. Así es Jesús, sufre junto a nosotros, sufre con nosotros, sufre por nosotros. Y el signo de esta compasión son las muchas sanaciones que realizó. Jesús nos enseña a anteponer las necesidades de los pobres a las nuestras. Nuestras exigencias, aunque legítimas, nunca serán tan urgentes como las de los pobres, que carecen de lo necesario para vivir. Nosotros hablamos seguido de los pobres, pero cuando hablamos de los pobres, ¿oímos que aquel hombre, aquella mujer, aquellos niños no tienen lo necesario para vivir? ¿Que no tienen para comer, no tienen para vestirse, no tienen la posibilidad de medicinas? También los niños que no tienen la posibilidad de ir a la escuela… Y por eso, nuestras exigencias - aún legítimas - no serán jamás tan urgentes como aquellas de los pobres, que no tienen lo necesario para vivir.

El segundo mensaje es el compartir. El primero es la compasión, aquello que sentía Jesús, con el compartir. Es útil comparar la reacción de los discípulos frente a la gente cansada y hambrienta, con la de Jesús. Son diferentes. Los discípulos piensan que es mejor despedirse de ellos, para que puedan ir a buscarse la comida. En cambio, Jesús dice: denles de comer ustedes mismos. Dos reacciones diferentes, que reflejan dos lógicas opuestas: los discípulos razonan de acuerdo con el mundo, por lo que cada uno debe pensar en sí mismo; reaccionan como si dijeran: “arréglenselas solos”. Jesús razona en cambio de acuerdo a la lógica de Dios, que es aquella del compartir. ¡Cuántas veces nosotros nos damos vuelta hacia otro lado con tal de no ver a los hermanos necesitados! Y esto, mirar hacia otro lado, es un modo educado de decir con guantes blancos: “arréglenselas solos”. Y esto no es de Jesús: esto es egoísmo. Si Él hubiera despedido a la gente, muchas personas se habrían quedado sin comer. En cambio, aquellos pocos panes y pescados, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para todos. Y atención ¿eh?: no es una magia, ¡es un “signo”! Un signo que invita a tener fe en Dios, el Padre providente, que no nos hace faltar “el pan nuestro de cada día”, si nosotros sabemos compartirlo como hermanos.

Compasión, compartir.

Y el tercer mensaje: el milagro de los panes preanuncia la Eucaristía. Esto se puede ver en el gesto de Jesús que “recita la bendición” (v. 19) antes de partir el pan y distribuirlo a la gente. Es el mismo gesto que hará Jesús en la Última Cena, cuando instaura el memorial perpetuo de su Sacrificio redentor. En la Eucaristía, Jesús no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo, ofreciéndose al Padre por amor a nosotros. Nosotros debemos ir a la Eucaristía con aquel sentimiento de Jesús, es decir, la compasión, y con aquel deseo de Jesús, compartir. Quien va a la Eucaristía sin tener compasión por los necesitados y sin compartir, no se encuentra bien con Jesús.

Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio. Un camino que nos lleva a afrontar con fraternidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque parte de Dios Padre y regresa a Él. Que la Virgen María, Madre de la Divina Providencia, nos acompañe en este Camino.

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