sábado, 16 de agosto de 2014

El miedo a la libertad







Crida l'atenció la gran quantitat de "coartades" que manipulen el desig [...] i ofereixen, a canvi, una pau aparent. [...] Gola, luxúria, avarícia, ira, enveja, tristesa, mandra, vanaglòria, supèrbia.....


 La educación es el gran desafío al que nos enfrentamos todos en la actualidad. No es casual que se hable de “emergencia educativa”.
 Educar siempre ha sido decisivo para introducir en la vida a las nuevas generaciones. ¿Qué tiene de particular la situación actual si la comparamos con el pasado? ¿Por qué hoy se habla en términos tan dramáticos de “emergencia educativa”? Sólo si respondemos a estas preguntas podremos comprender el alcance de la contribución que ha ofrecido a este problema el papa Francisco, ya desde que era arzobispo de Buenos Aires. ¿En qué consiste el desafío? En un artículo publicado en la Repubblica hace algunos años sobre la generación de jóvenes de hoy, titulado «Los eternos adolescentes», Pietro Citati escribía: «En otros tiempos uno se convertía en adulto muy pronto. Hoy día existe una continua carrera hacia la inmadurez. Antaño un chico maduraba a toda costa. Conquistar la madurez implicaba una renuncia. Hoy en día, los jóvenes no saben quiénes son. Tal vez no quieren saberlo: siempre se preguntan cuál será su “yo”, ¡aman la indecisión! No decir nunca sí o no: detenerse siempre ante un umbral que, quizá, no se abrirá nunca. No tienen voluntad: no desean actuar. Prefieren quedarse pasivos. Viven envueltos en un misterioso letargo. No aman el tiempo. Su único tiempo son una serie de instantes que no están encadenados u organizados en una historia.

 Este artículo provocó la respuesta de Eugenio Scalfari, también en la Repubblica, quien sostenía que en estos jóvenes la herida había consistido en la pérdida de la identidad y de la memoria: «La herida ha sido el silencio de los padres, demasiado implicados en la conquista del éxito y del poder. La herida ha sido el aburrimiento, el aburrimiento invencible, el aburrimiento existencial que ha matado el tiempo y la historia, las pasiones y las esperanzas. No veo en ellos esa profunda melancolía que hay en los rostros jóvenes del Renacimiento, pintados por Tiziano. (...) Veo ojos estupefactos, estáticos, aturdidos, huidizos, ávidos sin deseo, solitarios en medio de la multitud que los contiene. Veo ojos desesperados. […] Eternos niños. […] Una generación desesperada […] que avanza. Intentan salir de ese vacío de plástico que les rodea y les sofoca. Su salvación está únicamente en sus corazones. Nosotros sólo podemos mirarles con amor y temor».

  Luigi Giussani, educador con larga experiencia de relación con los jóvenes, utilizaba una imagen para describir este “misterioso letargo”: «Es como si hoy todos los jóvenes sufrieran el impacto […] de las radiaciones de Chernóbil: el organismo, estructuralmente, sigue siendo el de antes [no se ve ningún cambio aparente], pero dinámicamente no es el mismo [como si el organismo ya no tuviera energía por efecto de las radiaciones]. […] Es como si ya no hubiese ninguna evidencia real más que la moda, porque la moda es [un instrumento] un proyecto del poder.

La consecuencia de la debilidad descrita es que, «no se asimila verdaderamente lo que se escucha o se ve. Lo que nos rodea, la mentalidad dominante […], el poder, nos lleva a una extrañeza con respecto a nosotros mismos» – es como si nos arrancaran nuestro ser –. «Permanecemos, por un lado, abstractos en la relación con nosotros mismos [no sólo con los demás, sino con nosotros mismos; pensad únicamente cuánto tiempo somos capaces de pasar solos con nosotros mismos, de hacer un momento de silencio; debemos huir enseguida, debemos distraernos rápidamente, hay una especie de incapacidad para sentirnos como en nuestra casa con nosotros mismos], como si se hubiese descargado la energía de nuestro afecto».

 La extrañeza en relación con nosotros mismos se convierte en extrañeza en relación con todo: nada consigue interesarnos de verdad. Y entonces el desinterés se acaba imponiendo. No podemos pensar que podemos responder a esta situación con reglas o con llamamientos éticos, porque ya se ha demostrado que son ineficaces. No consiguen poner en movimiento al sujeto, no son capaces de despertar el interés del “yo”. Y sin el movimiento del “yo” no existe educación. Entonces, ¿de dónde podemos partir en esta situación? A pesar de todo, en el hombre permanece ese “punto inflamado” del alma del que hablaba Cesare Pavese.

Sólo en torno a este punto inflamado podrá rotar una propuesta que corresponda de verdad a lo humano. Lo ha percibido muy bien el papa Francisco, identificando con claridad cuál es el punto inflamado: «El hombre no es un ser tranquilo en sus propios límites, sino un ser “en camino” […] y cuando no entra en esta dinámica, se anula como persona o se corrompe. El hecho de ponerse en camino se debe a una inquietud interior que empuja al hombre a “salir de sí”. […] Hay algo dentro y fuera de nosotros que nos llama a cumplir el camino».

 Esa inquietud, de agustiniana memoria, permanece en el fondo del ser humano. Esta inquietud es el origen del deseo, el punto inflamado del corazón. Pero siempre está activo el intento de anestesiar el deseo: «Los sistemas mundanos tratan de aquietar al hombre, de anestesiar el deseo de ponerse en camino, con propuestas de posesión y consumo […]. De este modo, el hombre es arrebatado de la posibilidad de reconocer y escuchar el más profundo deseo de su corazón. Llama la atención la gran cantidad de “coartadas” que manipulan el deseo […] y ofrecen, a cambio, una paz aparente. […] gula, lujuria, avaricia, ira, envidia, tristeza, pereza, vanagloria, soberbia. […] son ciertamente pretextos, escapatorias que esconden otra cosa: el miedo a la libertad […]. Sirven de refugio. 

El fundamentalismo se organiza a partir de la rigidez de un pensamiento único, dentro del cual la persona se protege de las instancias desestabilizadoras (y de las crisis) a cambio de un cierto quietismo existencial». En este contexto, el entonces arzobispo Bergoglio advertía a los educadores de que es necesario estar atentos para no utilizar ninguno de los instrumentos educativos para reducir el deseo: «La disciplina es un medio, un remedio necesario al servicio de la educación integral, pero no puede transformarse en una mutilación del deseo. […] El deseo se contrapone a la necesidad. Esta última es satisfecha en cuanto la carencia es resuelta; el deseo, en cambio, es la presencia de un bien positivo y siempre crece, se estructura y pone en movimiento hacia un “más”. El deseo de verdad avanza “encuentro a encuentro”».

El conocido psicoanalista Massimo Recalcati observa, a propósito de esto, que «el deseo no puede ser aplastado por la mera satisfacción de las necesidades, sino que se revela como algo distinto del ansia bestial, precisamente en cuanto es animado por una trascendencia que lo abre a lo inédito, a lo no conocido aún, a lo no pensado todavía, a lo no visto todavía».
Por tanto, el gran desafío para un educador es precisamente cómo despertar el deseo. «¿Cómo enseñar a nuestros alumnos a no tener miedo de buscar la verdad? ¿Cómo educarles en la libertad? […] ¿Cómo hacer para que nuestros chicos […] se vuelvan “inquietos” en la búsqueda?».

 Sólo existe un modo: introducir a los jóvenes en la relación con la realidad. Pero los jóvenes no están interesados en esta relación, y el motivo es ese misterioso letargo que se convierte en un aburrimiento invencible. ¿Por qué falta este interés, por qué es tan difícil que los jóvenes se interesen por la realidad, por qué es tan difícil encontrar adultos que a los cuarenta o cincuenta años no sean ya escépticos? Escribe don Giussani: «Las capacidades inherentes que tenemos no sólo no existen por sí mismas, sino que tampoco actúan por sí solas; son como una máquina que, además de haber sido construida por otros, tiene necesidad de que otro la ponga en marcha, la haga funcionar. Toda capacidad humana, en una palabra, debe ser provocada, impulsada, para ponerse en acción»
¿Cuál es el problema? María Zambrano, filósofa española, nos permite comprender la verdadera dimensión del problema: «Lo que está en crisis es este nexo misterioso que une nuestro ser con la realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo sustento»
Lo que está en crisis es el nexo con la realidad. Y esto se ve perfectamente en que ya no consigue interesar, en que muchas veces la realidad no es capaz de arrastrar al “yo”. Y por ello, si no hay nada que nos interese verdaderamente, termina venciendo el aburrimiento. Porque si no hay nada que pueda interesarnos, siendo esta relación con la realidad el sustento del “yo”, de la persona, sólo queda el aburrimiento. 

Parece paradójico, porque hoy nadie diría que los jóvenes no se interesan por nada. Es más, parecen interesarse por todo, nunca como ahora han tenido tantas posibilidades; ¿por qué, entonces, acaban cayendo en la pasividad y en el aburrimiento? Porque sin significado, la realidad pierde su interés. Esta es, por tanto, la finalidad de una educación adecuada a la gravedad del problema: educar es introducir al joven en la totalidad de la realidad. 
Lo indicaba el pasado sábado el papa Francisco al mundo de la escuela: «Amo la escuela porque es sinónimo de apertura a la realidad. […] Ir a la escuela significa abrir la mente y el corazón a la realidad, en la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones. Y nosotros no tenemos derecho a tener miedo de la realidad». Como es evidente, se trata de un problema que afecta a todos: asociaciones, escuela, Iglesia, partidos políticos, porque no se trata de un problema particular, sino del problema de los problemas: cómo restablecer el nexo con la realidad, saber si hay algo capaz de despertar el interés del “yo”. 
Para poder interesarse, se necesita una educación que introduzca en la realidad. Jungmann definía la educación como «introducción en la totalidad de la realidad». Porque si no afirma el significado, una persona no se interesa por la realidad. Pongamos un ejemplo. Nosotros, adultos, regalamos a un niño un juguete que ve por primera vez. Si le dejamos solo, se asombra ante el juguete, pero, ¿cómo podrá comprender qué es ese juguete? Normalmente están las instrucciones de uso, que es como decir al niño: si lo haces de esta manera, aprenderás a usarlo y podrás disfrutar de cómo funciona. Sería inhumano regalar un juguete a un niño y no explicarle su funcionamiento. Si no le ofreciéramos una hipótesis de cómo usarlo, le abandonaríamos a sus reacciones: llanto, aburrimiento. La incapacidad para introducir en la totalidad de la realidad no es indiferente para nuestra relación con ella. Decía Einstein: «Quien no admita el misterio insondable no puede ser ni siquiera científico»
Si no percibimos el significado, la realidad no nos conmueve hasta el punto de resultar interesante. Pensábamos que la realidad podía seguir resultando interesante sin significado, reducida sólo a la transmisión de conocimientos, de datos, pero esto no ha sido suficiente para seguir interesando a los jóvenes. Y a los adultos. Con la realidad reducida a nada, sin significado, ha aparecido una nueva forma de nihilismo, sobre la que llamó la atención hace años el gran filósofo Augusto del Noce: «El nihilismo corriente hoy en día es el nihilismo festivo, [en el sentido de] que carece de inquietud. Quizá podría definirse por la supresión del inquietum cor meum agustiniano». No se despierta el deseo, no se despierta la curiosidad. Ahora bien, sólo quien consiga interesar podrá ofrecer una contribución a la situación dramática en la que nos encontramos. 

¿Desde dónde volver a partir, entonces? Desde la realidad. Pero la realidad no puede reducirse a apariencia, porque si es así nos cansa, nos vuelve áridos, porque no consigue prendernos e interesarnos por mucho tiempo. La realidad despierta un interés por el atractivo que tiene la belleza. Lo reconocía Jorge Mario Bergoglio: «¡Cuántos racionalismos abstractos y moralismos “extrínsecos” se curarían […] si empezásemos a pensar en la realidad en primer lugar como algo bello, y sólo después como algo bueno y verdadero!».
 En su intervención ante el mundo de la escuela, el papa Francisco afirmaba que ella «nos educa en lo verdadero, en el bien y en lo bello. Los tres van juntos. La educación no puede ser neutra. O es positiva o es negativa; o enriquece o empobrece; o hace crecer a la persona o la deprime, incluso puede corromperla. […] La misión de la escuela es desarrollar el sentido de lo verdadero, el sentido del bien y el sentido de lo bello. Y esto ocurre a través de un camino».
 La realidad suscita preguntas. Recuerdo todavía, después de muchos años, la impresión que me produjo cuando llevé a mis estudiantes de bachillerato al planetario de Madrid. Después de la visita volvimos a la escuela y empecé a preguntar qué era lo que más les había impresionado de todo lo que habían visto: las estrellas, las galaxias, etc. Ninguno estaba impresionado por el número de las estrellas, ni preguntaban cuántas galaxias había. Todos ellos, impresionados por lo que habían visto, habían llenado la pizarra con preguntas como estas: Pero, ¿quién ha hecho todo esto? ¿Somos nosotros los dueños de esto? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Cuál es su finalidad? Este es el problema: que se nos ha regalado el juguete más precioso que existe, que es la vida, todo el cosmos, pero no hemos venido al mundo con las instrucciones de uso bajo el brazo; por eso nos preguntamos cómo se puede vivir, cómo se aprende a gozar de la vida, cómo se aprende a afrontar adecuadamente la realidad, para que la vida sea vida de verdad, una vida intensamente vivida, fascinante de vivir. Se necesita una hipótesis de trabajo: «Educar en la búsqueda de la verdad, por tanto, exige un esfuerzo de armonización entre contenidos, hábitos y valoraciones. […] Para alcanzar tal armonía no bastan las informaciones o las explicaciones. […] Hace falta ofrecer, mostrar una síntesis vital de las mismas»
Llegados a este punto, se plantea la necesidad de un testigo. Dice el papa Francisco: «Esto sólo lo puede hacer el testigo. Entramos así en una de las dimensiones más profundas y bonitas del educador: el testimonio. Es este último el que consagra al educador como “maestro” y le hace compañero de camino en la búsqueda de la verdad. Con su ejemplo, el testigo nos desafía, nos reanima, nos acompaña, nos deja caminar, equivocarnos e incluso repetir el error, para que crezcamos. Educar […] exigirá de vosotros, queridos profesores, […] “saber dar razones”, pero no sólo con explicaciones conceptuales y contenidos aislados, sino con comportamientos y juicios encarnados. […] 
Todo se vuelve interesante, atractivo, y finalmente suenan las campanas que 
despiertan la sana “inquietud” en el corazón de los jóvenes. El caso paradigmático del maestro-testigo es el mismo Jesús». Y Recalcati añade: «Para volverse humana, la vida necesita de la presencia presente del Otro. […] Si este encuentro no se verifica, la vida está expuesta a la disociación del sentido, aparece como vida sin sentido».
 De hecho, «¿cómo se produce la transmisión del deseo de una generación a otra? A través de un testimonio encarnado de cómo se puede vivir la vida con deseo». Por eso el testimonio no es posible si los educadores no se toman en serio ante todo su propia inquietud: «Educar es de por sí un acto de esperanza. […] Queridos educadores, […] os deseo que la inquietud, imagen del deseo que mueve toda la existencia del hombre, abra vuestro corazón y os dirija hacia la esperanza que no traiciona. Y que, como educadores, os transforméis en testigos auténticos, cercanos y próximos a todos».
El sábado pasado el Papa dijo en Roma: «Los muchachos lo perciben, tienen “olfato”, y son atraídos por los profesores que tienen un pensamiento abierto, “inconcluso”, que buscan “algo más”, y así contagian esta actitud a los estudiantes»
De aquí nace nuestra responsabilidad. Para poder responder a ella es preciso no sucumbir a la tentación de desesperar, como nos recuerda de nuevo el papa Francisco: «La tentación es una invitación a detener la marcha, a desesperar. ¿Cómo se puede no caer, cuando han caído ya tantas utopías? […] La tentación es seria, y su poder real es bien conocido por cualquiera que haya seguido con valor su propio corazón. […] Sólo estos conocen la dificultad y la problemática profunda de su deseo. […] En este contexto […] cada educador sufre la tentación de la desesperación». 
Nosotros, adultos, debemos reconocer que no siempre hemos estado a la altura de esa exigencia. «Miremos a los jóvenes. […] ¿Les preparamos para grandes horizontes o para el horizonte que está a la vuelta de la esquina? Queremos pedir perdón a los jóvenes porque no siempre les hemos tomado en serio. Porque no siempre les damos los instrumentos necesarios para que su horizonte no se agote a la vuelta de la esquina, porque muchas veces no somos capaces de entusiasmarles con horizontes más amplios que les permitan apreciar lo que han recibido y que deben trasmitir. ¡Porque muchas veces no hemos sabido hacerles soñar! […] Y cuando los chicos ven en nosotros, que somos los responsables, un testimonio de bajeza, entonces no tienen el valor para soñar, no tienen el valor para crecer. […] Si no somos capaces de testimoniar esta capacidad de horizonte y de trabajo, nuestra vida terminará en un rincón de la existencia, llorando lágrimas amargas por nuestro fracaso como educadores y como hombres y mujeres»

Concluyo con las palabras del papa Francisco, que suenan como un llamamiento urgente a la responsabilidad: «Que ellos [los jóvenes] puedan aprender de nuestro testimonio – porque se enseña más con el ejemplo que con las palabras – la fecunda cultura de la vida. […] Las drogas no son lo único que matan, que generan una cultura de muerte; lo hace también el egoísmo de corazón de todos nosotros, que tenemos la responsabilidad de educar, lo hace nuestra cerrazón, el desinterés con el que pasamos cerca de alguien que se ha quedado bloqueado al borde de la vida, sin enseñarle a salir de su inmovilidad para acercarse a la vida».



Presentación del libro de Jorge Mario Bergoglio / Francisco LA BELLEZA EDUCARÁ AL MUNDO EMI 2014 Por Julián Carrón Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación.



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