jueves, 9 de octubre de 2014

Descuidar el yo


Carrón: «Cerca de las heridas del hombre»
Julián Carrón.
Hace algunos días, en la apertura del curso social de Comunión y Liberación en Milán, delante de diecinueve mil personas, y con otras treinta y cuatro mil conectadas por videoconferencia desde muchas ciudades de Italia, ha invitado a las comunidades de Comunión y Liberación a rezar «para que el próximo Sínodo de los obispos pueda hacer crecer en todos la conciencia del carácter sagrado e inviolable de la familia y de su belleza en el proyecto de Dios». Y a unirse a la oración convocada para el sábado en la plaza de San Pedro y en distintas ciudades. Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de CL, ve en la asamblea que se abrirá en algunos días en el Vaticano una gran ocasión para «volver a lo esencial, a la novedad que el cristianismo ha traído al mundo para ofrecer a cada uno una vida humanamente más conveniente».

¿Qué hay en la raíz de la crisis del matrimonio y de la familia?
Nos hallamos ante una crisis que es ante todo de naturaleza antropológica. Antes incluso que un problema de relación entre el hombre y la mujer, está la forma con la que cada persona responde a la pregunta antigua y siempre nueva: ¿quién soy yo? Cuando existe confusión acerca del “yo”, incluso los vínculos se vuelven problemáticos. En una relación amorosa auténtica, el otro es vivido como un bien tan grande que es percibido como algo divino. Por eso Leopardi escribía «rayo divino pareció a mi mente tu belleza, mujer». La mujer despierta en el hombre un deseo de plenitud, pero al mismo tiempo se encuentra ante la imposibilidad de cumplir dicho deseo; suscita una espera a la que no consigue dar respuesta. Remite a algo más grande para lo que cada persona está hecha. Pavese lo captó de manera genial: «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud». El otro no puede cumplir la promesa que ha encendido, y esto genera insatisfacción y desilusión. Estamos hechos para algo más grande que el otro, y si no nos damos cuenta de ello, las dificultades que nacen dentro de una relación pueden llegar a ser sofocantes. Para esto ha venido Cristo, como respuesta auténtica a esta incapacidad del hombre para satisfacer el deseo del otro.

Ideales como la indisolubilidad del matrimonio y un amor que dure “para siempre” parecen pertenecer a otra época. ¿Cómo pueden volver a ser algo experimentable?
No se trata únicamente de un problema actual. Hace dos mil años, cuando Jesús dijo: «No es lícito separar lo que Dios ha unido», los discípulos respondieron: «Entonces no conviene casarse». Por eso no deben sorprendernos las dificultades de ahora: también entonces pensaban que ciertas cosas eran humanamente imposibles. Cristo ha venido precisamente para hacer posible lo que es imposible para el hombre. Por eso, fuera de la experiencia cristiana, se percibe la indisolubilidad del matrimonio o el amor “para siempre”, que de por sí son deseables para dos personas que se amen, como algo que de hecho no es posible. La Iglesia, ya en el Concilio Vaticano I, decía que «los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos con claridad e inmediatez; en la situación actual, el hombre pecador necesita la gracia y la revelación para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas por todos y sin dificultad, con certeza firme y sin mezcla alguna de error».

Muchas personas llegan al matrimonio sin una conciencia adecuada de lo que van a hacer. ¿Cómo ayudarlas?
Cuantos se dirigen a la Iglesia, a veces incluso de manera confusa e incluso contradictoria, lo hacen porque reconocen la necesidad que tienen, porque se dan cuenta de que solos no son capaces. El problema es la respuesta que se les ofrece. Es necesario ayudarles a ser cada vez más conscientes de lo que han recibido por tradición o por costumbre social. La Iglesia debe demostrar que existe una posibilidad de estar juntos de forma humanamente conveniente, que existe un lugar en donde pueden encontrar una respuesta a las dificultades con las que se encontrarán y que les sostiene en el camino de la madurez. Benedicto XVI decía: «Partiendo de la atracción inicial, educaos en “querer” al otro, en “querer el bien del otro”». Las familias deben encontrar en la comunidad eclesial una ayuda en esta educación.

¿Cree usted que esto sucede en la Iglesia?
Existen muchos lugares y experiencias en donde las personas son acompañadas y sostenidas, y en donde experimentan que es posible lo que aparece como impopular o humanamente imposible. El papa Francisco nos enseña que no es suficiente con repetir fórmulas justas, sino que hay que estar cerca de las heridas del hombre, sin importar en qué condición se encuentra, en qué periferia existencial se halla. Debemos abrazar a las personas con las que nos encontramos, en virtud del abrazo que nosotros hemos recibido de Cristo.

En el Sínodo se someterán a examen los desafíos que llegan de una sociedad cada vez más secularizada: formas de convivencia distintas del matrimonio, uniones homosexuales, cambios de sexo y muchos otros. Los medios de comunicación no dejan de agitar el enfrentamiento entre progresistas y conservadores en la Iglesia. ¿Qué criterio usar para juzgar y actuar según el Evangelio?
El punto de partida es comprender que detrás de muchas reivindicaciones se esconden exigencias profundamente humanas: la necesidad afectiva, el deseo de maternidad, la búsqueda de la propia identidad. Es necesario responder en este nivel. Es necesario realizar un trabajo educativo para ayudar a las personas a captar la naturaleza profunda de las exigencias que perciben, y a comprender que las recetas que se proponen son inadecuadas para responder a lo que está en la raíz de esas exigencias. Don Giussani decía que «la solución de los problemas que la vida plantea cada día no llega afrontando directamente los problemas sino profundizando en la naturaleza del sujeto que los afronta». Y esto va más allá del conservadurismo o progresismo en la Iglesia. La samaritana había tratado de responder a su sed de felicidad cambiando seis veces de marido, pero la sed permanecía, hasta tal punto que cuando conoció a Jesús en el pozo le pidió de “esa agua” con la que ya no tendría más sed. Los cristianos pueden testimoniar a las muchas samaritanas de hoy la plenitud que Cristo ha traído a la vida.

En el debate que ha precedido al Sínodo ha vuelto a surgir la dialéctica entre los que, citando al Papa, piden ante todo emplear la misericordia, y los que ponen de manifiesto la necesidad de salvaguardar la verdad. ¿Qué piensa usted sobre esto?
En la Evangelii Gaudium el papa Francisco escribe que «no podemos dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido, belleza y atractivo». Por eso el Papa insiste en que es necesario encontrar «formas y modos» nuevos «para comunicar con un lenguaje comprensible la perenne novedad del cristianismo». En el fondo, es lo mismo que hizo Jesús con Zaqueo: su mirada de misericordia despertó en aquel hombre el deseo de verdad, hasta tal punto que se convirtió. Por eso es equivocado contraponer misericordia y verdad.





«El mayor obstáculo en nuestro camino como hombres es el “descuido” del “yo”. En lo contrario de este “descuido”, es decir, en el interés por el propio yo, consiste el primer paso para caminar de un modo verdaderamente humano. Parece obvio que se tenga este interés, pero de ningún modo es así: basta considerar los grandes vacíos que se abren en el tejido cotidiano de nuestra conciencia y la dispersión que sufre nuestra memoria». Don Giussani es imprevisible. ¿Quién de nosotros habría dicho que el mayor obstáculo en nuestro camino como hombres es el descuido del “yo”? Nos parece que todo lo demás es más importante que esto. Y precisamente tal constatación demuestra hasta qué punto se ha oscurecido en nosotros la percepción de nuestra persona. Lo afirmaba don Giussani en 1992, al identificar en este oscurecimiento el signo de una “era bárbara” que avanzaba (hoy podemos reconocer por la evidencia de los datos lo acertado de su visión): «Tras la máscara cada vez más frágil de nuestro “yo” se esconde hoy en día una gran confusión». La consecuencia resulta evidente ante nuestros ojos: «No hay deshumanización mayor que hacer que desaparezca el “yo”: esta es precisamente la deshumanización de nuestro tiempo».

En esta situación podría parecer que todo está perdido. Pero la mirada de don Giussani es distinta. Consigue ver en el “yo” un brote que otros no ven. De hecho, él nos ayuda a reconocer que incluso en este contexto permanece intacta en la persona, aunque a veces parezca confusa, la espera de la salvación, «como dice Adorno; el hombre espera que de la verdad de las cosas, como quiera que se la conciba, emerja, a pesar de todo, dentro de la apariencia, más allá de ella, la imagen de la salvación. La espera de la salvación es inevitable».

Pero, ¿de dónde puede venir esta salvación? Con un gran realismo acerca de la naturaleza ilimitada de nuestra necesidad, don Giussani invita a reconocer que «esta salvación no puede nacer de nosotros, no podemos inventarla, ni como individuos» ni todos juntos. Entonces, ¿de dónde puede venir? «Lo único que aclara y hace consistente los factores constitutivos del “yo” es un acontecimiento. Se trata de una paradoja que ninguna filosofía o teoría –sociológica o política– logra tolerar: que sea un acontecimiento, y no un análisis, un registro de sentimientos, el catalizador que hace que los factores de nuestro “yo” puedan salir a relucir con claridad y componerse ante nuestros ojos, ante nuestra conciencia, con una transparencia firme, duradera y estable». […]

«Imaginémonos a Andrés y a Juan, dos pescadores habituados al trabajo duro, sin fantasías excesivas, pensemos en ellos mientras van con Él; primero mientras Le siguen en silencio y luego cuando van con Él hasta Su casa. Al mirarle se sentían ellos mismos, ya no eran ellos, no eran lo que eran la noche anterior, ya no eran lo que eran esa mañana cuando salieron de casa. Si uno les hubiese agarrado dos días antes y les hubiese dicho: “Juan y Andrés, pensad en vuestro ‘yo’, pensad en vuestra persona”, habrían dicho: “Pues, esperamos pescar muchos peces esta noche, espero que mi mujer se cure, esperamos que nuestros hijos crezcan bien”, pero nunca habrían pensado en lo que habían escuchado. Al ver a aquel hombre, sintieron que eran ellos mismos».
Como podemos ver, el acontecimiento tiene la forma de un encuentro humano al alcance de cada uno. Es un encuentro lo que despierta al “yo” de su descuido. Por eso dice don Giussani: «El encuentro vuelve a suscitar la personalidad, permite percibir o volver a percibir, hace descubrir el sentido de la propia dignidad. Y como la personalidad humana está compuesta de inteligencia y de afecto o libertad, en ese encuentro la inteligencia se despierta a una curiosidad nueva, a una voluntad de verdad nueva, a un deseo de sinceridad nueva, a un deseo de conocer cómo es la realidad verdaderamente, y el “yo” empieza a arder de afecto por lo que existe, por la vida, por sí mismo, por los demás, un afecto que antes no tenía».

Pero existe un inconveniente, diría don Giussani: «Hace falta que yo lo acoja». ¿Y qué empuja al hombre a acogerlo? El corazón, lo más descuidado y sin embargo lo más decisivo para hacer un camino humano: «Sin corazón, si tú no tienes corazón, si no se conserva el corazón que se te ha dado, sin corazón, Dios no puede hacer nada».

¿Por qué esta insistencia en el “yo”? Porque ser uno mismo es el único recurso para frenar la intromisión del poder. Don Giussani nos corrige ante la tentación de desviar la atención hacia la acción del “yo” en la sociedad: «El único recurso que nos queda es retomar con fuerza el sentido cristiano del “yo”. Digo retomar el sentido “cristiano” no por un prejuicio sino porque, de hecho, solo la concepción que tiene Cristo de la persona humana, del “yo”, explica todos los factores que sentimos de forma impetuosa dentro de nosotros, que emergen en nosotros, y por ello ningún poder podrá aplastar al “yo” como tal, podrá impedir al “yo” ser él mismo».

Pero, ¿qué permite al “yo” recuperarse cuando se ha perdido? Esta es la respuesta de Giussani: «Solo la compañía entre nosotros puede sostener el esfuerzo, el riesgo y el valor del individuo. Pero no existe una compañía humana cuya razón de ser sea únicamente sostener la recuperación del individuo; los hombres por sí solos no pueden lograr esta compañía. Se necesita la presencia de Otro, de un hombre que es más que un simple hombre; se necesita la presencia del Dios que ha venido a este mundo para consolidar esta solidaridad que nos sostiene y nos impulsa a retomar continuamente el camino hacia la verdad y el bien, mediante la fatiga que compartimos con todos los hombres».

Por ello, lo que define a la compañía cristiana es la «memoria» de ese hecho. No ser una red de protección, un pararrayos o un refugio que nos proteja de los temporales de la vida. Por el contrario, «vivir en compañía significa no dejarse detener ante ninguna circunstancia contradictoria, ante ningún aspecto negativo, así como ante ningún sacrificio ni dificultad. Y tender hacia lo que es más grande, desear lo que es más verdadero, llega a ser lo más importante por encima de todo».

No hay comentarios:

Publicar un comentario