martes, 22 de julio de 2014

Maria de Magdala

Hoy es un dia grande para quienes hemos tenido un pasado del cual arrepentirnos......estos Santos, como Francisco, como Agustín, como San Pablo, como Santa María Magdalena, nos hacen tan visible, nos hacen tan patente la gracia de Dios, que al mismo tiempo nos dejan como sin excusas. Porque la gracia que obró en ellos y el Dios que obró en ellos, no es menos Dios ni es menos gracia en nuestras vidas.

El demonio sabe incrustarse en los corazones con ansia de infinito, la de Magdala representa la insaciabilidad del ser humano......pero ese mismo deseo hacia el más allá es el mismo que ,como decia ayer Miqueas, con humilad, compasión y justicia nos lleva al fondo de nuestro interior al mismísimo reino de los cielos.

Tener siete demonios, es estar completamente endemoniada. Porque el número siete en la Sagrada Escritura, alude siempre, o casi siempre, a la plenitud de algo. Sabemos entonces, que ella fue rescatada del poder del demonio.

Cristo nunca pisotea nuestros grandes amores por muy desordenados que sean,sólo espera y espera a que nuestras mismas fragilidades sean el camino y la guia hacia él...."Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos; huyen de su presencia los que lo odian" Salmo 68,1.

María llora ante el Sepulcro, pero el Sepulcro está vacío. Ese llanto de María de Magdala es como una imagen de la esterilidad de la carne dentro de sus propios límites. El mismo Cristo ha dicho en el capítulo seis de Juan: "La carne no sirve para nada" San juan 6,63.
El amor carnal, el amor que se apoya sólo en la fragilidad, -aquí no estoy hablando nada de sexo-, el amor que simplemente intenta como resguardar la propia fragilidad, cobijarla y protegerla del rigor de la vida, es en el fondo tan cerrado sobre sí mismo, es en el fondo tan miope en su alcance temporal, es en el fondo tan mezquino en sus intereses, que de él, de ese amor carnal, nada brota.
Por eso es conmovedor el cuadro de María Magdalena llorando ante el Sepulcro de Cristo. Pero aparte de conmovernos, ese cuadro tiene que enseñarnos algo. Y lo que nos menciona es, que la carne dentro de sus propios límites, es tan estéril como el llanto frente a un sepulcro vacío.
Jesús, sin embargo, no desprecia esas lágrimas, porque el hecho de que nosotros seamos débiles y el hecho de que en nosotros haya tanta carnalidad, no indica que seamos forzosamente malos. Lo que indica es que debemos ser conducidos, purificados, educados.

"El verdadero vínculo, no es el que tú te aferres a mi fragilidad, no es que tú te aferres a mi Carne, no es que tú pretendas retenerme a mí. Lo que nos une, María, es que mi Dios es tu Dios, y que mi Padre es tu Padre. Eso es lo que nos une a nosotros."  
Soltando esa carne, que en algún momento se le iba a escapar de todos modos, soltándola, agarraba a Dios. Soltando esa humanidad, por fin comulgaba con la divinidad. Y sobre todo, soltando esas lágrimas que eran estériles y que eran lágrimas de tristeza, ahora se baña en un llanto de gozo y se convierte, -como dicen hermosamente los Padres de la Iglesia-, en la Apóstol de los Apóstoles.

Es a ella, a esta mujer, a la que Jesús encomienda el primer y fundamental anuncio de su Resurrección, verdad, asunto y rasgo importantísimo, para la comprensión de la misión de Cristo.
Porque hay que saber que en el judaísmo, una mujer no podía ser testigo, una mujer no podía dar testimonio en un proceso judicial. Largo sería aquí explicar qué razones, o qué condiciones, llevaron al judaísmo a obrar de ese modo. Pero el hecho es que una mujer no podía dar testimonio.
Pues bien, Cristo tomó a una mujer despreciada, que había estado endemoniada, que todo el mundo sabía que era débil en su carne, escoge a esa mujer, a la que nadie le podía creer, para unirla, para ligarla definitivamente a su mismo Dios, y para convertirla en la mensajera, en la primera mensajera, en la primera Apóstol de la Iglesia.


Era «una mujer pecadora que había en la ciudad» y se le perdonaron los pecados «porque había amado mucho».

El relato de san Lucas (7, 36-50) introduce a esta mujer en la historia de los hombres y ya estará en ella hasta el fin; de no ser por los Evangelios y por lo que Jesús hizo con ella, nadie la recordaría hoy; su vida habría pasado como un anónimo de baja calidad olvidado por todos. Leyendo la escena de lo que pasó en casa de Simón no se descubre su nombre; fue una delicadeza de autor tan humano y fino que no quiso ponerla en evidencia. Hizo bien, porque como la malicia de los hombres y mujeres con sus evidentes debilidades no tienen nada de atractivo ni de originalidad, prefirió resaltar la misericordia sin límite de Jesús. Luego, cuando ya no tuviera dentro «los siete demonios» que tuvo, sí sería oportuno escribir el nombre de María Magdalena, como hace Lucas en el capítulo siguiente.

Sin que pueda afirmarse de modo absoluto la identidad entre María Magdalena, la pecadora sin nombre, con la hermana de Lázaro y de Marta que se llamaba María a la que habría de suponer una época de extravíos juveniles, parece que la coincidencia de rasgos comunes en los relatos evangélicos –preferencia por los pies de Jesús y ser amiga de ungüentos perfumados–, justifican la fusión que de ambas figuras hace la tradición cristiana como queda expresada en la liturgia y en el martirologio.

Quizá fue un reproche de Jesús lo que la llevó al cambio, pero no lo sabemos; o a lo mejor fue una mirada de Jesús encontrada en alguno de aquellos momentos en los que la había situado su curiosidad por desear ver al joven Rabí de Nazaret; o la afirmación agresiva que hizo Jesús –para aclarar la mente de los que pensaban que eran buenos– de que «los publicanos y las prostitutas os precederán en el reino de los Cielos». El caso es que comenzó a sentirse incómoda consigo misma desde que le escuchó aquello de «bienaventurados los limpios» que verían a Dios. Hablaba mucho Jesús de la misericordia divina y, sin poderlo explicar, María no podía distraerse del deseo vehemente de estar cercana; le parecía que nadie hasta entonces entendía tanto de las profundidades de ese corazón bueno de Dios y ella comenzó a notar en su interior un deseo acuciante de bondad y de bien. El Nazareno disfrutaba hablando de la misericordia divina con los pecadores, rompió las reglas de juego admitiendo entre sus amigos a indeseables, y hasta dijo aquella verdad de que el médico está para los enfermos, que lo sanos no lo necesitan. María se siente colocada frente a sí misma; comenzó a darle asco su vida. La enseñanza variopinta del Maestro hablaba del padre bueno que espera la vuelta del hijo que se fue, y del pastor que busca cuidadoso a la oveja que se extravió. La de Magdala ya no se soporta; no puede sufrir el pensamiento de su propio espectáculo a pesar de su ansia vehemente de triunfos y halagos; se rebela contra su situación actual al tiempo que escucha a Jesús que hablaba de Dios –el mismo de siempre, pero sin palo–, como un padre lleno de comprensión. La mujer siente su orgullo encabritado, pero la gracia va abriéndose camino; solo hacía falta querer dar un paso, porque los pecados pesan ahora como una atadura insoportable.

Ni se lo pensó. Entró como a escondidas con un vaso de alabastro lleno de perfume, sin deseo de llamar la atención, y sin conseguir pasar desapercibida. Quiso pedir perdón y no pudo; se arrastró; no le salían palabras; solo es capaz de llorar, besar los pies y secar lo mojado con sus cabellos manejados con arte. Aturdida por tan extraña situación, le pareció oír que el joven Rabí la defendía de Simón con palabras pausadas y voz serena. Después vino el gozo al escuchar «tu fe te ha salvado, vete en paz».

Libre y renovada, flotando en bondad, se une al grupo de mujeres que le asisten en el ministerio mesiánico, y ya no dejará jamás a Jesús, ni siquiera cuando le escuche que deberá comer su carne y beber su sangre, ni se unirá a la cobarde deserción de sus amigos en el momento del Calvario. Vive una felicidad indecible.

Galilea, Judea, Decápolis y Fenicia. En Judea, el ambiente se iba enrareciendo; ella no sintió miedo, ni entendió cómo podían tenerlo los discípulos. Pero aquello pasó, aunque María no lo tuviera previsto y hasta le pareciera la pesadilla de un sueño embustero, ¡habían apresado al Maestro! Si solo ha hecho el bien, si es tan bueno, si no hizo mal, si ayuda a los pobres, si se desvive por los enfermos, si dice verdades, si habla del Cielo… Su actuación fue la misma por todas partes. ¿No curó al paralítico? ¿Qué hizo con el ciego? ¿No sanó leprosos? ¡Dio vida a la niña, al chico de Naín, a Lázaro! Alimentó a miles con pocos panes y peces, libró a endemoniados… tantas y tantos vivían contentos gracias e él.

Ya han levantado la cruz. El Gólgota está oscuro y con truenos. Se le escucha perdonando, que es lo suyo. Y hace promesa del Reino al ladrón y asesino que se arrepiente; sí, ese es su estilo. María mira y no entiende, mira y se avergüenza. La antigua profecía: «Mi siervo ha tomado sobre sí los pecados de todos» fue como un relámpago en su mente que le hizo entrever algo del misterio. Era descubrir el precio de sus pecados, la malicia de sus hechos. Y muchas lágrimas, algún grito, todo es desconsuelo mientras hipa a moco tendido. La mano de la madre del crucificado puesta en su hombro venía a darle paz; el rostro de aquella mujer con lloro sosegado le hizo entender que no tenía derecho a expresar más dolor del que sufría la propia madre del muerto.

Cuando lo desclavaron y lo bajaron, casi no tuvieron tiempo para prepararlo y así lo tuvieron que enterrar. María Magdalena tiene la cabeza confusa y lleva un propósito en el pecho: cuando pasase el descanso sabático, moriría al lado de Jesús, quedándose junto al sepulcro.

Allá iba el domingo entre dos luces, con más ungüentos aromáticos, acompañada de un grupo pequeño de mujeres. La puerta está abierta, ¡han violado la tumba y no está su cuerpo! Corre al cenáculo y corren también Juan y Pedro. Todos se alborotan y regresan con el corazón en un puño, plasmada la incertidumbre en los rostros y con más miedo dentro. María se queda sola con su desventura; ya no le queda ni siquiera el cuerpo de Jesús muerto.

Le dice al hortelano que lo buscará y lo traerá. Solo una palabra en tono especial la revuelve para poder ella responder de modo increíble a lo humano: Rabboni, Maestro mío. Hay un nuevo intento de agarrarse a sus pies y la alegría indescriptible de testificar como un huracán que ha visto vivo al que estuvo muerto.

A partir de este momento, ya no se vuelve a hablar en el Evangelio más de María Magdalena.

Después quedó la leyenda –clara en sus justos términos– parloteando de sus posibles, imaginados o deseados pasos por el mundo, apartada en el desierto o llegando en diáspora judía hasta las playas de Marsella. Yo prefiero quedarme con la estampa que cierra su vida el Evangelio hasta que la salude personalmente en el cielo. ¿Podrá hacerse eso?




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