domingo, 21 de diciembre de 2014

No seamos Saules....



La primera lectura y el evangelio nombran a David. La primera lectura nos cuenta la promesa que Dios hace a David, y el evangelio nos cuenta cómo esa promesa se ha cumplido. Dios promete a David una dinastía, y esa dinastía se realiza en la persona de Cristo, como escuchamos en el evangelio.

David, sabemos bien, no fue el primer rey de Israel, sino el segundo. El primero fue Saúl. Y es bueno reconocer la diferencia entre David y Saúl, para reconocer también la diferencia entre nuestras fuerzas y la fuerza de Dios. 

¿Cómo era Saúl? Era un guerrero alto, fornido, seguro de sí mismo. Saúl es comparable en su origen a los reyes de otros pueblos. Casi siempre en esos pueblos antiguos, resulta siendo rey un guerrero, alguien que tiene fuerza, que se ha acreditado con victorias, y que por lo tanto, convoca al pueblo en torno a sí.

Casi siempre, el rey en esos pueblos antiguos, tiene su origen en la victoria bélica. Sus manos, entonces, están manchadas de sangre. Está acostumbrado a matar para reinar, a imponerse y así, a conseguir el reino.

Saúl no es la excepción en este principio general sobre los reyes de esta tierra. Saúl, de la tribu de Benjamín, hijo de Quis, es un hombre alto, seguro de sí mismo, jefe de tropa, que ha emprendido con éxito campañas militares y ha vencido. Ese fue el primer rey de Israel.

¿Cuál es el problema de ese primer rey? ¿Por qué Dios lo descarta? Porque ese rey, precisamente, está tan seguro de su altura, que le cuesta trabajo abajarse. Está tan convencido de su fuerza, que le cuesta trabajo ser débil y recibir la fuerza de Dios. Mejor dicho, le cuesta trabajo reconocer que también él es débil.

Saúl no se humilla fácilmente; Saúl no obedece. Él siente que es el general de los ejércitos de Israel, y se le olvida que el Rey de los ejércitos es el Señor. Por consiguiente, cuando Dios le va dando instrucciones, -porque Dios es el verdadero Rey de los ejércitos-, Saúl no soporta ser el segundo.

La cuestión hace crisis, cuando Dios en cierta batalla le encomienda que entregue al anatema todo el botín de la victoria, que no se reserve nada para sí mismo. Y Saúl no hace caso con el pretexto de ofrecer unos sacrificios, ofrendas religiosas al Dios de Israel. Luego, Saúl es el hombre fuerte, traicionado por su misma fuerza.

David es distinto. Tal vez recordamos en qué circunstancias fue encontrado él. Samuel, el Profeta, va a la Casa de Jesé y quiere hallar el designio de Dios. Cuando pasa el primero de los hijos de Jesé, es alto, fornido, seguramente imponente. 

Y Samuel, todavía pensando a la manera humana, cuando ve ése primero de los hijos de Jesé, dice en sus adentros: "Quizás sea éste el elegido del Señor" 1 Samuel 16,6. Pero, esa voz misteriosa que hizo a Samuel profeta, inmediatamente le replica: "¡No! La mirada de Dios no es como la mirada del hombre" 1 Samuel 16,7.

El resto de la historia la conocemos. Pasan los hijos de Jesé, se acaban los hijos, y parece que ahí no hay rey. Samuel pregunta: "-¿No quedan más muchachos? -¡Sí! El más pequeño que está cuidando las ovejas, que está con el rebaño" 1 Samuel 16,11.

De manera que si Saúl es el más grande, David es el más pequeño. Si Saúl está acostumbrado a matar para reinar, David está acostumbrado a proteger la vida, a cuidar el rebaño. El uno sabe bien cómo acabar la vida, y el otro está aprendiendo a cuidarla.

¿Quién es Saúl? Un hombre que cuenta con la fuerza de sus brazos y con la fuerza de un ejército. ¿Quién es David? Un hombre que en medio de los peñascos, de esos campos y pedregales, sólo cuenta con su astucia, con la oración y la gracia de Dios, para vencer a los enemigos del rebaño.

Por eso recordamos, que cuando David se enfrenta con el gigante aquel de los filisteos, dice: "El mismo Señor que me ha permitido librar al rebaño de leones y fieras, ahora va a permitir que yo libre a este otro rebaño, que es Israel, de esta otra bestia, que es ese gigantón" 1 Samuel 17,37. David está acostumbrado a proteger el rebaño y a confiar en Dios.

Quizá en todo el Antiguo Testamento, la imagen más nítida de esa fe en la gracia y en la unción de Dios, la encontramos en David. De ahí que son tan distintos los finales de Saúl y de David.

Dios descarta a Saúl y elige a David. Saúl se llena de envidia y de muchas formas intenta asesinar, destruir a David. Y fíjate cómo, mientras Saúl hace esfuerzos casi ridículos por acabar con David, David, una y otra vez, teniendo él mismo la ocasión de matar a Saúl, no lo hace. 

Saúl no respeta la voz de Dios que ha elegido a David. Y en cambio, David sí respeta la unción de Dios que ha consagrado a Saúl.

Como hombres, estrictamente hablando, como personas humanas, tal vez no fueran muy distintos. Tal vez, como personas humanas, sería difícil escoger entre uno y otro. Si uno mira atentamente los textos, a veces parece que incluso Saúl tenía como más personalidad. David es un poco más ladino. Es así como sagaz y un tanto taimado, como recursivo. 

Hace alianzas con los filisteos. Durante un tiempo de su vida ha estado trabajando para ellos. Se reúne y crea una especie de ejército con los bandoleros, los sicarios, los desechables de su sociedad. David no es ningún modelo de virtudes acabadas. Es un hombre que también tiene las manos manchadas de sangre.

Humanamente, -repito-, no es fácil escoger entre uno y otro. Sin embargo, sí hay esa diferencia, si los miramos ante Dios. Mientras que Saúl, en último término, se apoya en sí mismo, David, en último término, se apoya en Dios. Y por eso, deja la justicia a Dios, deja su futuro en Dios y es la imagen de aquel que se apoya en la gracia de Dios.

Es como una especie de anticipación de la gracia del Nuevo Testamento, vista ya en el Antiguo. A este David, que ha confiado así en la gracia divina, hace Dios la promesa que escuchábamos en la primera lectura: "Yo voy a afirmar tu descendencia después de ti" 2 Samuel 7,12

Sobre esa fe en la gracia que tiene David, sobre esa confianza en Dios que tiene este rey, Dios puede edificar. Porque, el que intenta construir sobre sus propias fuerzas y el que pone su confianza última sólo en sí mismo, es otro Saúl, es otra Torre de Babel que acabará en dispersión y ruina.

Esa es la Casa de David, una casa edificada en la gracia y en la confianza en Dios. O sea que, en realidad, la promesa que Dios le hace a este rey, equivale a estas palabras: "Puesto que tú has confiado en mí, puesto que tú crees en la gracia, en ti y a través de ti, puedo manifestar esa gracia para mi pueblo".

Y es esta voz de Dios, este juramento que Dios hace a la Casa de David, el que tiene su cumplimiento en Jesucristo. Jesucristo es la plenitud de expresión de vida, de belleza, de fuerza de esa gracia. Jesucristo es esa gracia, esa misma gracia hecha visible y patente, hecha manifiesta a todos nosotros.

Jesucristo es llamado aquí Descendiente de David, porque Él, como verdadero David, cuidará el rebaño, lo salvará de sus enemigos, y podrá presentarlo íntegro ante los ojos de su Padre.

Recibamos, entonces, a este Descendiente de David, y para ser verdaderamente pueblo suyo y reino suyo, roguemos de Dios que tengamos también nosotros esa misma confianza en su gracia.

Que el piso último, que el sótano último de nuestro corazón, sea enteramente para este Príncipe de gracia, que es Nuestro Salvador Jesucristo.

Amén.

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